domingo, 16 de agosto de 2009

Infancia (7) Las infancias de Lobo Antunes


Aunque ya habíamos publicado alguno de los relatos o crónicas con las que António Lobo Antunes cerraba el suplemento cultural Babelia en entradas lejanas como Vocabulario Fundamental. Infancia (I) o Lobo Antunes en México y en mi recuerdo, continuamos mostrando algunos de estos pequeños y magníficos fragmentos del alma del escritor portugués que conservamos en nuestros archivos, idóneos para introducirse en la personalísima e hipnótica escritura de Lobo Antunes, uno de los autores literarios preferidos en la redacción de "Vida y Tiempos..." y que siempre gusta de escudriñar recuerdos de infancias en su alma y su memoria.

António Lobo Antunes - Variaciones sobre el silencio

De vez en cuando hago exámenes de conciencia y apenas me acuerdo de los años que han
pasado: tengo la certidumbre de que empecé a vivir esta misma mañana y no sé nada del mundo, de que soy demasiado reciente, de que mi tiempo aún está a punto de ponerse a andar. Reparo en las cosas sorprendido, sin memorizarlas, y dudo sinceramente de que me pertenezcan. No veo el bolígrafo que escribe: anda por ahí trazando sus letras y la cabeza flota, llena de nubes, entre el techo y los cristales. ¿Qué he hecho hoy? Almorcé en la pequeña casa de comidas, me quedé ahí observando la pared, frente a las imágenes vagas que se acercan y se alejan sin detenerse en mí. ¿Qué imágenes? Un hombre gordo con una bolsa de plástico, un bebé en un cochecito aparcado en la acera, llamando a su madre que toma café en la barra, fumando sin oírlo, y en eso el hombre gordo y la madre se confunden, aparece una ola, dos olas, en una playa a la que nunca he ido
(¿o he ido?)
y después de las olas mi madre dando palmadas en el cojín del sofá a su lado

-Siéntate aquí

con sus ojos vagos de ciega. Lleva un anillo que le regalé no sé cuándo puesto que he comenzado a vivir esta misma mañana. El anillo que un soldadito
(no yo)
compró en Luanda al regresar de los horrores, con un par de perlas empañadas como sus órbitas. La mano me toca el brazo
-¿Te encuentras bien?

¿y qué responderle?
Yo qué sé cómo estoy. Estoy sentado oyendo a la acacia sobre el cojín que ella ha golpeado con sus manos, y tal vez por eso la voz de mi madre me llega mezclada con las hojas. Esta sala me cohíbe: se llamaba sala de visitas, y sólo se abría en ocasiones graves: pésames, invitados importantes. En verano cubrían sus sillas y sus muebles con sábanas y me parecía que todo el mundo se había muerto. Una rendija de polvo danzaba al sol, puntitos luminosos que no paraban de agitarse.
Señoras que, al marcharse, no se marchaban completamente porque el perfume, casi sólido de tan denso, se mantenía siglos en la casa provocándome náuseas. Bandejas de té. Teteras de plata. Libros en lenguas extranjeras, sin santos, erguidos, dignos, importantes. Cuadros en los marcos tallados, regalos que mi padre recibía de pacientes agradecidos. Mi padre ya no está y, no obstante, sigo sintiendo el aroma del tabaco de pipa inglés y él, con zapatos de ante, haciendo gestos con sus dedos finos. Ya no está. Está mi madre con los ojos antaño verdes, redondos. Hoy en día escudriñan sombras los pobres. ¿Te encuentras bien? ¿Cuál es la respuesta sincera a esa pregunta? Levanto el brazo en un floreo que, pese a no explicar nada, contenta a las personas como si lo explicase todo. ¿De qué vamos a hablar, madre? ¿De la acacia? ¿De las olas? ¿Del sitio donde mi padre solía acomodarse y que ha quedado vacío? La impresión de que va a volver, de que de un momento a otro va a volver. ¿Volverá? Un cochecito de bebé en la acera, esperando, y una mujer que fuma sumida en una ausencia casi furiosa, obstinada. Ganas de prestarle mis olas, las hojas de la acacia que murmuran, murmuran. En julio el polen caía despacito sobre el mundo, una gata preñada bajó de la higuera. Apenas me acuerdo de los años que han pasado: me alzaban del suelo, me pellizcaban
-Tan rubio
me devolvían a los flecos de la alfombra y la lámpara volvía a situarse lejísimos, erizada de brillos congelados: lágrimas sin llorar en busca de una mejilla por donde escurrirse en líneas paralelas. ¿Cómo serán los adultos del ombligo para arriba? Torres, reflejos de gafas, órdenes para tomarse toda la sopa. Con las últimas cucharadas se distinguía a la rana, estampada en el fondo del plato, saltando a la pídola. Pero éstos son recuerdos de otro, porque he comenzado a vivir esta misma mañana. Alguien da palmadas en el cojín a mi lado
-Siéntate aquí alguien pregunta
-¿Te encuentras bien?
sin decir mi nombre. ¿Cómo me llamo? El anillo con perlas se coloca la rebeca sobre los hombros. Madre: ¿se acuerda de cuando se equivocó y se echó en el pelo el aerosol para matar mosquitos en vez de ponerse laca? La lámpara de las lágrimas sin llorar ha desaparecido. En algún punto de este sitio una risa. Intento atraerla hacia mí, hacerla mía, como se estira una manta en invierno. Hasta el mentón. No: hasta el mentón no: por encima de la cabeza y yo allí debajo, con el pijama galopando como el Zorro, con una espada a la cintura y pistolas. Disculpe, madre, ahora no tengo tiempo para el sofá: en la próxima viñeta del cómic estaré llegando a la aldea de los bandoleros. Prometo que en cuanto ponga el mundo a raya volveré aquí.


Publicado en Babelia, el 24 de septiembre de 2005. Traducción de Mario Merlino. Ilustración de Fernando Vicente.

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