"Se quejaban de sentir dolor en los miembros perdidos, el fantasma dolorido de una mano o de un pie cortado. Era un truco de la mente, le explicó el escocés a Kai: los nervios seguían transmitiendo señales entre el cerebro y el miembro fantasma. El dolor es real, sí, pero es una memoria del dolor. ¿Y no le sucede lo mismo a él cuando se despierta después de soñar con ella? El vacío en su pecho, la soledad a la que se enfrenta cada mañana hasta que puede sumergirse en el trabajo y olvidar. No es amor. Es algo más, algo con una fuerza que perdura. No es amor, sino una memoria del amor.".
El párrafo ha sido extraído de una novela de Aminatta Forna: "La memoria del amor" (Alfaguara, buena traducción de Isabel Murillo), que va de ese mundo africano que, cuando respira, lo hace con el agua llegando a la nariz: gente tratando de hacer cosas normales, como trabajar, enamorarse y ganar el sustento en un medio anormal. Toda esa presunta normalidad atravesada por la arbitrariedad y el disparate, y aun así, o gracias a ello, el forcejeo de los seres por conseguir que unos días sean iguales a otros. Hay algo dramático y cargado de ternura en estas historias que nos entregan desde esas otras zonas del planeta, tal vez porque muestran una sensibilidad con las gentes y las cosas más desnuda que la que proyectamos nosotros a través de la escafandra. Quizá la lucha íntima sea muy parecida allí y aquí, y lo diferente sea la escafandra.
El caso es que creo que hay otra manera de interpretar la memoria del amor: no sólo como ausencia, como algo que pasó y recurre, el reverso doloroso. También está en el enamoramiento presente, en ese ir hacia adelante en busca de la plenitud compartida del tiempo. Ahí convergen no sólo nuestros deseos ya antiguos, nuestras viejas esperanzas de encontrar un amado, nuestros sueños infantiles, adolescentes y maduros que imaginaban una felicidad futura, todo ese pasado pequeño. Hay otras cosas que nos empujan y que son de afuera: la memoria de todos los que amaron, fijada en las crónicas, en la literatura y en las experiencias cercanas; la visión convertida en recuerdo de las carencias del ser solitario o de nuestra misma soledad; el deseo de ser otros y de que el mundo sea otro a causa de nuestro amor (aquello ya tópico de Durrell: "una ciudad es un mundo cuando alguien está enamorado de uno de sus habitantes"); el aplauso cósmico y la desorientación cósmica que uno sabe que le espera en la pasión, y de la que ha sido informado por la moral y la costumbre; la evocación de los amores incumplidos y fallidos, no exclusivamente personales, sino colectivos y vicarios... En fin, que la memoria del amor no sólo viaja hacia atrás.
Hace treinta años España volvía a encontrarse en una pesadilla recurrente desde el siglo XIX, los pronunciamientos militares, motines de espadones que quitaban y ponían gobiernos a placer y que en el XX alcanzó su terrible obra magna, el alzamiento contra la II República que originó la Guerra Civil y la posterior dictadura franquista, que tanto mal ha hecho en nuestra psique, en nuestra memoria colectiva. Hace treinta años, los golpistas echaban un pulso al Estado democrático y lo perdían. España terminaba así su Transición y cerraba uno de los más ignominiosos capítulos de su Historia.
Cuando este blog daba sus primeros y balbuceantes pasos ya nos ocupamos por primera vez de la esquizofrenia, una enfermedad mental tan compleja como fascinante, aún rodeada de tabús, prejuicios y cierta ignorancia pues, a pesar de afectar a un porcentaje significativo de la población mundial (aproximadamente un 1% de la población, como la diabetes, con incidencia similar en todos los países) y de los numerosos estudios y experimentos realizados desde hace décadas para desenmarañar sus causas y mecanismos de acción en la mente humana, estos aún se desconocen en buena parte.
Factores genéticos, defectos en el desarrollo neurológico, infecciones víricas, consumo elevado y continuado de algunas drogas (como la cocaína o las anfetaminas) o la alteración química del cerebro (desequilibrios marcados en la concentración de neurotransmisores como la dopamina y la serotonina) podrían ser los causantes de algunos de los síntomas de la enfermedad. De esta forma, una concentración elevada de dopamina en ciertas partes del cerebro como la vía mesolímbica (que afecta a órganos cerebrales como el mesencéfalo, amígdala, núcleo accumbens y cortex prefrontal) puede ocasionar alucinaciones y delirios, síntomas que suelen denominarse síntomas positivos de la esquizofrenia, (aquellas manifestaciones que el paciente hace o experimenta y que las personas sanas no suelen presentar), mientras que concentraciones anormalmente bajas de dopamina en esas zonas suelen asociarse a algunos de los llamados síntomas negativos de la esquizofrenia como apatía, falta de energía, anhedonia, pobreza afectiva o insociabilidad.
La esquizofrenia es un desorden mental complejo de efectos psicóticos, es decir distorsiona la percepción de la realidad por parte de quien la padece, que tiene grandes dificultades para distinguir lo real de lo imaginado, viendo afectado su tono afectivo, conducta y forma de relacionarse con su entorno. Su etimología (del griego, schizo 'división' o 'escisión' y phrenos 'mente') la ha hecho ser frecuentemente confundida con el trastorno de identidad disociativo (o "trastorno de personalidad múltiple" o de "doble personalidad"). La enfermedad suele presentarse por primera vez en la adolescencia o juventud temprana, es más precoz en los hombres que en las mujeres y tiene en nosotros un curso más deteriorante. Muchas veces es una condición que persiste toda la vida de una persona, pero también hay quienes se recuperan de la mayor parte de sus síntomas gracias a los tratamientos con antipsicóticos y la rehabilitación psicoterapéutica. Sin embargo, la medicación actual funciona para aliviar las alucinaciones y la distorsión de la realidad de los pacientes pero en cambio fracasa casi siempre a la hora de que puedan realizar actividades normales que requieren enfocar la atención como trabajar, estudiar o las relaciones personales, lo que les inhabilita laboral y socialmente. Recientemente se han descubierto las causas de esta incapacidad para la concentración.En un estudio realizado por científicos de la Unidad de Psicosis e Investigación del Benito Menni (Sant Boi), estos han comprobado que el cerebrode una persona conesquizofrenia no logra desconectar lo que los especialistas llaman la red neuronal por defecto, algo así como el piloto automático cerebral que se mantiene activo cuando no se piensa en nada. En personas sanas, cuando se hace algo (leer, hablar, estudiar, conducir) se desconecta esta función para concentrarse en la tarea. En los esquizofrénicos no, lo que les impide focalizar su atención en cualquier actividad de ese tipo. Una vez dada esta aproximación conceptual nos aproximaremos a la vivencia de esta enfermedad les ofrecemos varios encuentros con las terribles experiencias vitales de algunas personas que la padecen o padecieron. En primer lugar conoceremos a Mariluz Corcuera, una enferma de esquizofrenia que nos cuenta el curso de su enfermedad a lo largo de su vida y las experiencias límite que tuvo que sufrir hasta que aprendió a convivir con su mal.Es decir, detrás de cada caso hay una persona, un individuo, que sufre sus propios síntomas y su propia incomunicación con el mundo que le rodea y que reacciona ante ella de acuerdo a sus propios talentos y facultades intelectuales. De esta forma, en segundo lugar nos aproximaremos al art brut, arte marginal y primitivo, propio de los enfermos mentales a través de la pintura de Martin Ramirez. El año pasado pudimos ver en el museo Reina Sofía la muestra "Marcos de reclusión" que albergaba por primera vez en suelo europeo la obra de este artista mejicano, un emigrante en Estados Unidos en los tiempos del crack del 29 que fue diagnosticado (quizás erroneamente) sucesivamente de esquizofrenia, depresión aguda, catatonia y psicosis y encerrado en una institución psiquiátrica hasta su muerte en 1963.
Su traumático choque con una cultura a la que no se adaptó (además era sordomudo) potenció su incomunicación y aislamiento en si mismo que derivó en un empeoramiento de sus síntomas a lo largo de los años. Sin embargo su mente halló un escape plasmando sus vericuetos en toda clase de papeles y envoltorios, logrando un arte impactante, inquietante, abismal, que recoje las obsesiones de una mente sufriente y ensimismada. Finalmente les ofrecemos el documental Uno por ciento, esquizofrenia, de Ione Hernández donde varias personas con esta enfermedad nos hablan de sus delirios, sus soledades y de, a veces, su miedo a sí mismos.
Primera parte. "Cuando pierdes la cabeza, sobra lo demás"
Mari Luz Corcuera convive desde hace más de 30 años con este trastorno mental. «Haciéndote fuerte por dentro no te vienen las paranoias de fuera», asegura.
Mari Luz Corcuera tiene un día a día muy atareado. Se levanta temprano, pasea al menos siete kilómetros cada mañana, practica yoga, lee y participa en un programa de radio de la Asociación en Lucha por la Salud Mental y los Cambios Sociales (ALUSAMEN), a la que pertenece desde hace más de 10 años. Excepto porque tiene una incapacidad que le impide trabajar, esta mujer de 64 años hace una vida prácticamente normal. Sin embargo, le ha costado mucho llegar hasta aquí.
Mari Luz pertenece al 1% de los españoles que padece esquizofrenia, una enfermedad psiquiátrica que está considerada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como una de las 10 patologías más invalidantes que existen.«Trabajaba de maestra en un colegio religioso en Madrid, tras haberme salido de monja después de más de 15 años de servicio. Eran los últimos años del franquismo y yo era muy revolucionaria, la que llevaba al colegio las consignas del movimiento de enseñanza. En esos tiempos, animé a mis compañeros a ir a la huelga. El director del centro llamó a un comisario de policía que me dijo: 'Ya puedes irte a trabajar lo más cerca a Canarias, porque te voy a hacer la vida imposible'.Desde entonces, cada vez que veía un policía, y había muchos en la calle a finales de 1974, pensaba que venían a por mí», relata sobre los inicios de su enfermedad.De esos primeros tiempos recuerda el miedo. «Notaba que me perseguían. Me quedaba en casa para estar a salvo y me entraba agorafobia [pánico a los espacios abiertos]. Pensaba que me iban a disparar desde cualquier ventana y tenía lo que yo llamo pensamiento transparente, creía que los demás tenían acceso a mi mente y sabían lo que estaba pensando».
Al principio, no era consciente de su dolencia. «Creía que lo que me pasaba era verdad; fui al médico porque mis amigas se pusieron muy pesadas. La psiquiatra me dijo directamente que estaba como una cabra y que, si quería que me tratara, tenía que ser en el hospital».
No recuerda bien qué fármacos le recetaron en aquella época, pero sí que no los consumía con mucha disciplina. «No era consciente de que estaba enferma. Para un esquizofrénico, aceptar la patología es media curación. Dices, ¿qué me va a hacer un psiquiatra, si a mí lo que me pasa es que me están persiguiendo?».
Sus experiencias hospitalarias le llevaban a alternar periodos de baja y alta laboral. Tenía el apoyo de familiares y amigos, pero el día a día en el colegio era duro. «Además de las paranoias, el antipsicótico que tomaba entonces -sólo de vez en cuando- hacía que se me fueran los ojos continuamente a las luces. También notaba pérdida de memoria».En 1981, seis años después del diagnóstico, llegó la incapacidad laboral. El pronóstico que figuraba no podía ser más crudo: esquizofrenia paranoide con imposibilidad de recuperación.
A partir de entonces, deambuló por alrededor de 15 hospitales, probando diversos tipos de terapias. «Fui a un psiquiátrico privado en Palencia, porque una amiga monja se había curado allí; pero no nos dejaban entrar en la habitación, nos hacían trabajar y, además, eran todas de derechas y yo no comulgaba con sus ideas».Uno de sus peores recuerdos es un centro en Marruecos, donde fue a parar a causa de un brote psicótico que sufrió en el transcurso de un viaje organizado. «Tenía los colchones de paja, la comida era horrible. De la rabia, tiraba los platos al suelo; además, nadie de mi familia sabía donde estaba, mis hermanos tuvieron que remover cielo y tierra para encontrarme».
De entre las experiencias más positivas, destaca una clínica privada en Madrid donde le hicieron una cura de sueño. «Se me olvidó todo. ¡Qué liberación!, no me perseguía nadie».El momento clave que cambió el curso de su enfermedad se produjo hace 20 años, cuando tomó conciencia de su problema y de la necesidad de tratarse farmacológicamente. «Un amigo vasco me dijo 'no seas ignorante, que el cerebro es química. A tí te falta algo y lo tienes que tomar'».Paradójicamente, él fue el origen de una de sus paranoias más impactantes. «Hablabamos mucho de la situación política en el País Vasco. Me empecé a obsesionar y pensé seriamente que ETA me había elegido para matar al Rey, porque al estar loca no me iba a pasar nada».Esta obsesión recurrente fue la causa de su último ingreso hospitalario hace ya más de cinco años.Desde entonces, ha aprendido a convivir con su enfermedad a base de trabajo. «He salido de lo más profundo que uno se puede imaginar y ahora estoy encantada con la vida. Voy a yoga, a talleres, leo libros de autoestima. He orientado mi vida a tener la cabeza amueblada».Comparte piso con una amiga que también padece esquizofrenia. El contacto con otros enfermos es constante, la mayoría de las veces a través de ALUSAMEN. Fue precisamente en una fiesta de esta asociación, donde se atrevió a recitar por primera vez unos versos que había escrito: «Nadie sabe lo que sufre un enfermo mental, cuando pierdes la cabeza, sobra todo lo demás".
Segunda parte. Martín Ramírez, arte más allá de la esquizofrenia
Del psiquiátrico al Reina Sofía
Susana Gaviña - Diario ABC
En el plazo de cincuenta años, los dibujos de Martín Ramírez (Jalisco, 1895-Sacramento, 1963) pasaron de colgar en las paredes de una estancia del DeWitt State Hospital, una institución psiquiátrica de California -donde recluían a locos y tuberculosos-, a hacerlo de los muros del Museo Reina Sofía. Entre estas dos fechas, apenas nada. Tan sólo el reconocimiento o la curiosidad de algunos artistas, y el empeño del Dr. Tamo Pasto, profesor de psicología y arte, que visitaba de manera asidua a Ramírez y que vio en su obra algo más que la expresión visual de alguien a quien habían dado por loco (teoría que hoy se tambalea). Pasto fue el responsable de salvar parte de su obra, casi medio millar de dibujos, de las llamas del fuego (el pegamento que utilizaba Ramírez en algunas de ellas contenía saliva y las enfermeras pensaban que podían ser causa de contagio), y de intentar darla a conocer tras la muerte de este artista autodidacta.
Sofisticación formal
Ramírez, emigrante, víctima del crack del 29, vagabundeó por las calles hasta ser encerrado, a los 37 años, en una institución mental. Entonces, decidió recluirse también en su propio mundo, el arte, un arte «de una gran sofisticación formal», del que Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía, destaca «su manera de reflejar, a través de sus dibujos, el juego entre el afuera y el adentro». Ese interés por mostrar otros enfoques de la historia del Arte -«para que exista un centro tiene que haber una periferia»-, es lo que ha llevado al Reina Sofía a dedicarle esta retrospectiva -la primera en Europa- a Ramírez. Bajo el nombre «Marcos de reclusión», la muestra, comisariada por Brooke Davis Anderson, que ya coordinó otra exhibición de este artista en 2007 en el Folk Art Museum de Nueva York, aclamada por la crítica, reúne ahora un total de 62 dibujos procedentes de coleccionistas privados y públicos.
Todas sus obras encierran las referencias vitales del artista. Desde su México natal, con sus dibujos de vírgenes y de iglesias; a California, donde emigró en los años 20 para trabajar en el ferrocarril. De ahí brotaron sus jinetes, túneles y trenes. Ilustraciones que aparecen encerradas por líneas y curvas repetidas hasta la obsesión, creando un clima inquietante, claustrofóbico, símbolo quizá de su propia incomunicación.
De técnica inicialmente muy primitiva, «Ramírez utilizaba cualquier papel que tuviera a mano, a veces lo fabricaba él mismo o lo sacaba de la basura, y robaba los lápices a los celadores», explica Anderson, con el tiempo, logró que aquellos que le visitaban le facilitaran mejores materiales. «Con ayuda o no de su entorno, Ramírez logró crear un vocabulario visual diferente».La muestra que se puede ver ahora en el Reina Sofía abarca los últimos quince años del artista, «las obras no están ordenadas de manera cronológica, pues no están fechadas, aunque sí las hemos reunido por temas», matiza. Arte marginal
El artista mexicano nunca dejó testimonio escrito alguno sobre el significado de su obra. Lynne Cooke, subdirectora del Reina Sofía, afirma que «tampoco esto es lo que más nos interesa sino el discurso que crea a su alrededor». Y recuerda que los artistas outsiders han sido centro de atención en numerosas ocasiones. «Max Ernst y Klee fueron los primeros en volver la vista hacia los artistas marginales». Para Cooke la interrogante es otra: el papel que deben jugar los museos en la actualidad respecto a otras formas de arte. «¿Debemos adelgazar las fronteras o reafirmarlas?» En este caso, el Reina Sofía lo tiene claro.
Martín Ramírez falleció en Sacramento el 17 de febrero de 1963. Fue enterrado solo, pues su familia no podía asumir los gastos del traslado a México. Ayer, en su entrada en el museo, estuvo acompañado por su nieta, varias bisnietas y una tataranieta.Martín Ramírez nace en 1895 en los Altos de Jalisco (México). En 1927 emigra a California. Trabaja en las minas y en el ferrocarril. En 1927 se produce la guerra Cristera en México, Ramírez pide a su hermano que cuide de su mujer y sus hijos. Tras el Crack del 29 le despiden. En 1931 es detenido y enviado a un psiquiátrico. Le diagnostican esquizofrenia. En 1935, comienza a pintar. En 1948, le trasladan a DeWitt. Muere en 1963.
Tercera parte. Uno por ciento, esquizofrenia
Borja Hermoso 06/11/2006
Setenta y cinco secos, duros, desasosegantes minutos dura 'Uno por ciento, esquizofrenia', el documental con el que Julio Medem y la directora donostiarra Ione Hernández pretenden rajar el tabú social ante un mal que afecta a 52 millones de personas en todo el mundo. Y que es ignorado por la inmensa mayoría del resto de los mortales.
La idea de poner la cámara y el micrófono delante de los enfermos esquizoides para que contaran sin rodeos la enfermedad que les afecta y cómo les afecta fue idea del propio Medem, que hace año y medio encargó a Ione Hernández la realización de la película sobre un guión coescrito por ambos. El documental fue proyectado el sábado por la noche dentro de la sección Eurodoc del Festival 100% Europeo de Sevilla.
Por delante del objetivo van desfilando Montse, Efrén, Xavi, Alberto y los demás, desgranando con impúdico y desolador lujo de detalles las sucesivas versiones de su personal via crucis. No hay trampa ni cartón -exceptuando la caligrafía que sale de la sala de montaje, manipuladora por naturaleza- en 'Uno por ciento, esquizofrenia'. Esto no es 'Alguien voló sobre el nido del cuco', sino un trozo de realidad en estado bruto.
Sólo enfermos, familiares y psiquiatras (como Juan José López-Ibor) relatando los porqués y los cómos del problema, la oportunidad o no de tal fármaco, la bondad o no de las terapias artísticas, la convenencia o no de tal terapia, la soledad del enfermo, la desesperanza y la esperanza del entorno cercano... o la tormenta interior del esquizofrénico: "Veo rayos que salen de la esquina del techo", cuenta uno; "estaba obsesionado con que me perseguían maricones", relata otro; "me doy mucho miedo cuando me dan los ataques", reconoce ante la cámara un tercero...
"Siempre me interesó mucho el tema de la esquizofrenia", comenta Julio Medem. "Me hice médico para ser psiquiatra, aunque no lo soy, por suerte; porque cuando descubrí la esquizofrenia, me di cuenta de que nunca sería capaz de ayudar a estas personas... y mira, ni siquiera he sido capaz de dirigir esta película, una película que, aviso, remueve muchas cosas, y eso es fundamental".
La coguionista y directora Ione Hernández, que firma aquí su primer largo tras haber rodado cortos de ficción, explica: "Es increíble, pero no me he encontrado a casi nadie que sepa que se haya hecho este documental que no tuviera a alguien cercano con este problema... y sin embargo, nunca lo habían comentado. En ese sentido, creo que esta película puede ayudar a hablar, a romper el tabú".
La sinceridad de los protagonistas de la película es, en su opinión, la clave: "Esa franqueza a la hora de contarlo a mí me parece una lección brutal de vida; porque son seres humanos con un problema gordísimo y nos lo están contando y, con eso, de alguna forma nos están dando su tesoro, porque nos están revelando su intimidad y su lucha... a nosotros, que en general estamos llenos de prejuicios y de miedos hacia ese tema".
Nada fue fácil en la génesis y desarrollo de 'Uno por ciento, esquizofrenia'. Todo empezó con una larga fase de encuentros preparatorios, tal y como explica la directora: "Primero les conocía y estaba con ellos a nivel de tú a tú, y luego les decía directamente lo que pretendía hacer, sin demasiados rodeos, porque los esquizofrénicos se caracterizan por tener muchísima intuición y, pese a todo, tienen como una conexión muy fuerte con lo real. Así que hablaba con ellos. Es gente que necesita atención, porque está desatendida por la sociedad, así que cuando les das atención, ellos lo perciben y te la devuelven".
El mejor piropo al resultado final de la película no le llegó, claro, de un crítico de cine... sino de un médico: "Hablé con un psiquiatra de los que participa en la película, se la enseñé y se quedó asombrado, y me dijo que, en todos sus años de consulta, él no había conseguido que le contaran en una sesión las cosas que me habían contado a mí".
Ni la idea, ni la gestación, ni las consecuencias de 'Uno por ciento, esquizofrenia' apuntan a lo que pudiera llamarse una película más. Esta vez, el cine es analgésico, es solidaridad y es ausencia de prejuicio. "Para mí fue muy duro, mentiría si dijera que no", confiesa Ione Hernández, "porque estás con ellos y te cargas de ese poso, que luego queda; es duro, es durísimo".
Pasillos de hospital, fondo negro, el sonido de gente acosada oyéndose a sí misma por dentro, la desesperanza ante los fantasmas ("no me veo bien, nada bien, y me da miedo"), la ilusión ante la mejoría ("creo que cada vez voy estando mejor, ya no estoy como cuando decía que iba a ir a pegarle tres puñaladas a uno"), la feroz evidencia de la ausencia de cura definitiva: "Supongo que me moriré sin superar esto". El uno por ciento que sufre, el uno por ciento al que sin pensar demasiado llamamos locos. El uno por ciento de la esquizofrenia.