El 26 de abril de 1986 una explosión de hidrógeno reventaba el reactor número 4 de la central nuclear ucraniana de Chernóbil emitiendo 400 veces más radiación que la bomba atómica de Hiroshima, afectando a amplias zonas de Ucrania y Bielorrusia y provocando (sigue haciéndolo) decenas de miles de víctimas. 25 años después en la zona su impacto persiste en la salud del ecosistema y de millones de personas, el gobierno ucraniano intenta retirar los beneficios sociales a los "liquidadores" supervivientes que combatieron la radiación y en la zona de exclusión de 30 km sólo quedan viejitos que no conocen otro lugar para vivir y a los que ya les da igual todo. Del programa Informe Semanal recogemos el documental El fantasma de Chernóbil que nos muestra cómo el fantasma de la radiactividad sigue recorriendo la zona con su espectral silencio y lo seguirá haciendo durante siglos.
Con frecuencia han comentado los filósofos políticos que, en tiempos de guerra, el ciudadano, el ciudadano varón al menos, pierde uno de sus derechos más elementales, el de vivir, y eso desde los tiempos de la Revolución Francesa y la invención del reclutamiento, que es ahora un principio universalmente admitido o casi. Pero pocas veces han dejado constancia de que ese ciudadano pierde al mismo tiempo otro derecho, no menos elemental y más vital quizá incluso para él en lo tocante a la idea que se hace de sí mismo en tanto en cuanto hombre civilizado: el derecho a no matar. Nadie nos pide opinión. El hombre que está a pie firme junto a la fosa común no ha pedido, en la mayor parte de los casos, estar en ese sitio, de la misma forma que tampoco lo ha pedido el que se halla tendido, muerto o moribundo, dentro de esa misma fosa. Me diréis que matar a otro militar en combate no es lo mismo que matar a un civil desarmado; las leyes de la guerra permiten aquello, pero no esto; y otro tanto sucede con la ética al uso. Un buen argumento en términos abstractos, desde luego, pero que no tiene en cuenta en absoluto las condiciones del conflicto en cuestión. La distinción totalmente arbitraria que se crea, acabada la guerra, entre, por una parte "las operaciones militares", equiparables a las de cualquier otro conflicto, y, por otra, "las atrocidades" al frente de las cuales se halla una minoría de sádicos y de trastornados, es, como espero demostrar, una ilusión que consuela a los vencedores, si los vencedores son occidentales, debería especificar, pues los soviéticos, pese a la retórica que se gastan, siempre entendieron de qué iba la cosa: a Stalin, después de mayo de 1945 y tras los primeros aspavientos para la galería, le importaba un bledo una ilusoria "justicia"; quería cosas firmes y concretas, esclavos y materiales para volver a levantar y a construir, nada de remordimientos ni de lamentaciones, pues sabía tan bien como nosotros que los muertos no se enteran de los llantos y que los remordimientos nunca le han puesto alubias al potaje.
No defiendo la Befehlnotstand, el sometimiento a las órdenes que tanto gusta a nuestros buenos abogados alemanes. Lo que hice, lo hice con pleno conocimiento de causa, convencido de que era mi deber y de que era necesario hacerlo, por desagradable y triste que fuera. También consiste en eso la guerra total: lo civil ya no existe, y entre el niño judío que muere en la cámara de gas o fusilado y el niño alemán a quien matan las bombas incendiarias no hay sino una diferencia de medios: esas dos muertes eran inútiles por igual, ninguna de las dos abrevió la guerra ni un segundo, pero en ambos casos el hombre o los hombres que los mataron creían que era justo y necesario; si se equivocaron ¿a quién hay que condenar? Esto que digo sigue siendo cierto incluso si se hace una distinción artificial entre la guerra y lo que el abogado judío Lempkin bautizó con el nombre de genocidio, e indico que, al menos en nuestro siglo, nunca ha habido aún un genocidio sin guerra y que, al igual que la guerra, se trata de un fenómeno colectivo: el genocidio moderno es un proceso que las masas hacen padecer a las masas y por las masas. Es también, en el caso que nos ocupa, un proceso segmentado por las exigencias de los procedimientos industriales. De la misma forma que, según Marx, el obrero está alienado en lo referido al producto de su trabajo, en el genocidio o en la guerra total en su forma moderna, el ejecutante está alienado respecto al producto de su acción. Esto es válido incluso para el caso de un hombre que apoye el fusil en la cabeza de otro hombre y apriete el gatillo. Pues a la víctima la trajeron otros hombres y su muerte la decidieron otros diferentes y también el que dispara sabe que no es sino el último eslabón de una cadena larguísima y que no tiene que hacerse más preguntas que las que se hace el miembro de un pelotón que, en la vida civil, ejecuta a un hombre que las leyes han condenado como es debido. Quien dispara sabe que es el azar el que determina que dispare él, que un compañero acordone y otro más conduzca el camión. Como mucho, podrá intentar cambiarles el sitio al guardián o al conductor.
Otro ejemplo, sacado de la abundante literatura histórica más que de mi experiencia personal: el del programa de exterminación de los inválidos y los enfermos mentales, llamado "Eutanasis" o "T-4", que se creó dos años antes que el programa "Solución final". En ese programa, a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales, los recibían en un edificio unas enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros, limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Cuando, después de la guerra, interrogaron a esas personas, todas dijeron: "¿Culpable yo?". La enfermera no mató a nadie, se limitó a desnudar y a tranquilizar a unos enfermos, gestos habituales en su profesión. El médico tampoco mató a nadie; sencillamente confirmó un diagnóstico, ateniéndose a criterios fijados por otras instancias. El peón que abre la llave del gas, esa persona que es, pues, la que se halla más próxima en el tiempo y en el espacio al asesinato, realiza una operación técnica bajo el control de sus superiores y de los médicos. Los obreros que vacían el cuarto realizan una indispensable tarea de saneamiento, y muy repugnante además. El policía sigue el procedimiento reglamentario, que es dejar constancia de un fallecimiento y de que ha sucedido sin vulnerar las leyes vigentes. ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos o nadie? ¿Por qué iba a ser más culpable el operario encargado del gas que el operario encargado de las calderas, el jardín o los vehículos? Igual sucede con todas las facetas de esa gigantesca empresa. ¿Es culpable, por ejemplo, el guardagujas del ferrocarril de la muerte de los judíos a quienes encarriló hacia un campo? Ese obrero es un funcionario, lleva veinte años haciendo el mismo trabajo. Desvía los trenes ateniéndose a una disposición, no tiene por qué saber qué hay dentro de esos trenes. No tiene culpa de que transporten a los judíos, mediante el cambio de agujas que él hace, de un punto A a un punto B, en donde los matan. Y, sin embargo, ese guardagujas desempeña un papel crucial en el trabajo de exterminio: sin él, el tren de judíos no puede llegar al punto B. Otro tanto sucede con el funcionario a cuyo cargo está requisar pisos para los damnificados por los bombardeos, con el impresor que prepara los avisos de deportación, con el proveedor que vende hormigón o alambre de espino a las SS, con el suboficial de intendencia que provee de gasolina a un Teilkommando de la SP y con Dios, allá en los cielos, que permite todo lo dicho. Por supuesto que pueden establecerse grados de responsabilidad penal relativamente exactos que permiten condenar a unos y dejar a todos los demás que se las arreglen con sus conciencias, en el supuesto de que las tengan; es tanto más fácil cuanto que se redactan las leyes después de ocurridos los hechos, como en Núremberg. Pero incluso ahí se hicieron las cosas un tanto manga por hombro. ¿Por qué ahorcaron a Streicher, ese paleto impotente, y no al macabro Von dem Bach-Zelewski? ¿Por qué ahorcaron a mi superior, Rudolf Brandt, y no al de él, Wolff? ¿Por qué ahorcaron al ministro Frick y no a su subordinado Stuckart, que le hacía todo el trabajo? Un hombre feliz, ese Stuckart, que nunca se manchó las manos más que de tinta, nunca de sangre.
Las benévolas - Jonathan Littell
Primera parte - La guerra en los soldados
Se empeña la actualidad internacional en llevarnos de un lado al otro del planeta mientras la guerra eterna se sucede en nuestros televisores con distintos nombres para las mismas tragedias, Libia, Somalia, Costa de Marfil, Colombia, Congo, Irak, Afganistán... las mismas miserias humanas puestas sobre tu mesa, el hombre deshumanizado por las explosiones, por la metralla, por el metal silbante que busca la carne del soldado (o del civil cogido entre dos fuegos), por la sangre y las tripas reventadas, por un miedo primigenio a la muerte y las mutilaciones que paraliza su mente y sus movimientos. Y eso se mete dentro de sus huesos y le acompaña toda su vida. La guerra es una de las manifestaciones más antiguas y terribles del alma humana, tan consustancial a nuestra especie como el amor o la compasión y ha esculpido nuestra Historia a golpe de invasiones y degollinas sin cuento. Y sobre ambos aspectos de la guerra nos disponemos a entrar en esta su bitácora de confianza.
Así pues esta es la primera de una serie de entradas dedicadas a la puta guerra que estamos preparando, con la participación de algunos de los mejores comics, libros y películas que sobre la guerra (y por ello antibelicistas) se han hecho y otra sobre los más decisivos conflictos y batallas de la Historia, con especial incidencia en las grandes y pequeñas guerras del siglo XX, cuyas consecuencias siguen asolando el mundo de hoy.
Películas como Johnny cogió su fusil, Senderos de gloria o La chaqueta metálica,de Stanley Kubrick, Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola, La cruz de hierro, de Sam Peckinpah, Lluvia negra, de Shohei Imamura o La gran ilusión, de Jean Renoir, comics como La guerra de las trincheras o Puta guerra (que da nombre a esta serie de posts), de Jacques Tardi, libros como Las benévolas (que nos ha introducido la entrada), Cuentos de guerra, de León Bloy, El incendio, de Jörg Fiedrich, Una temporada de machetes, de Jean Hatzfeld, Los buenos soldados, de David Finkel, Despachos de guerra, de Michael Herr, Stalingrado o Berlín, la caída, de Anthony Beevor... y por la parte histórica, conflictos como las grandes guerras mundiales, la guerra de Vietnam, las guerras coloniales, las guerras descolonizadoras, las napoleónicas, la terrible guerra civil española... en fin, que nos espera trabajo. Y espeluznamientos.Hoy comenzamos comprobando cómo la guerra puede traumatizar el alma de quienes participan en ella en el magnífico documental “El buen soldado”, (incorporado a nuestra web por los joviales y esforzados chicos de Documentación) producción británica donde cuatro veteranos de guerra estadounidenses que lucharon en diferentes conflictos sostenidos por su país, como la Segunda Guerra Mundial, Vietnam e Irak cuentan algunas de las terribles experiencias vividas en ellas. Esta cinta fue galardonada en la última edición de los prestigiosos premios de la Academia de la Televisión Americana con un Emmy al mejor documental histórico en 2010.De la web del ejemplar programa de La2 Documentos TV donde tuvimos ocasión de verlo recogemos la presentación de este revelador documental de los traumas que sufren muchos de los que no han tenido otra que hacer la guerra y matar y ver morir. Vendieron su alma hace tiempo y ahora están intentando recuperarla'. Esa es la sensación que muestran los protagonistas de “El buen soldado”, la producción británica que Documentos TV emite el sábado 26 de marzo en La 2 de Televisión Española. En ella, cuatro excombatientes que fueron enviados a las guerras más significativas en las que Estados Unidos ha participado en los últimos setenta años, se confiesan arrepentidos por las atrocidades que un día cometieron en los campos de batalla. “¿A quién he matado, he matado a un niño o era un vietcong?” se pregunta un veterano de la guerra de Vietnam, el mismo que afirma conmocionado, “que la sangre sí se puede oler”.Al Ejército para huir de la pobreza.
Todos se alistaron al Ejército por la misma razón por la que lo siguen haciendo hoy los jóvenes norteamericanos, la pobreza. “La gente que está en lo más bajo de la escala económica es la que combate en estas guerras”, afirma un exsoldado que luchó en Vietnam. Estaban convencidos de que hacían la guerra para servir a su país, sin embargo nunca pensaron que podía salir tan caro. “Si piensas en empuñar un arma y disparar contra alguien, la mayoría no puede hacerlo. A un soldado hay que entrenarlo para que lo haga” relata el oficial que sufrió en Iraq la brutal realidad de masacrar a civiles y asimilarlos como daños colaterales.
Cuentan que sufrieron las secuelas que la guerra deja cuando regresas a tu hogar. Se sintieron deshumanizados y sin capacidad alguna de organización. Muchos se abandonaron al alcohol y a las drogas y otros intentaron borrar todo ese horror recurriendo al suicidio. Estuvieron en Vietnam, en Iraq o en el frente de Francia y por esa razón, hoy todos se han alistado al bando del pacifismo, donde desde ahora luchan contra la abominable idea de la guerra.
Segunda parte - La guerra de los civiles
Hermanos y enemigos muestra cómo la guerra envenena el alma también en retaguardia, también a miles de kilómetros de distancia de donde se sucede. El odio larvado durante décadas entre las comunidades que conformaban la antigua Yugoslavia fue liberado por la caída del comunismo y condujo a las terribles guerras civiles de los Balcanes que se produjeron durante la década de los noventa. El documental muestra cómo este conflicto cruel emponzoñó la relación entre dos de los mejores jugadores europeos de baloncesto de todos los tiempos, Vlade Divac y Drazen Petrovic mientras se encontraban jugando en la NBA. Divac, de origen serbio y Petrovic, croata, que fueron amigos cuando jugaban juntos en la selección de Yugoslavia, dejaron de hablarse cuando se vieron en bandos distintos durante la guerra civil que asoló su país. Nunca hubo oportunidad de que se reconciliaran porque Petrovic murió en un trágico accidente de tráfico en 1993.
Tercera parte - 11 de noviembre de 1918, la masacre final
Para terminar esta belicosa entrada les ofrecemos uno de los más claros ejemplos que refleja el documental El último día de la primera guerra mundial, que cuenta los ominosos hechos acaecidos entre la hora en que se firmó el armisticio que finalizaba este terrible conflicto, las cinco de la mañana del 11 de noviembre de 1918 y la hora en que hacía efecto, seis horas después, a las 11 horas.El documental revela cómo los líderes aliados buscaron las excusas más miserables para enviar 13.000 hombres a su muerte contra un ejército que ya estaba derrotado: algunos deseaban un ascenso, otros reclamaban un justo castigo. A pesar de la pérdida en vidas humanas, no se obtuvo nada, ya que los territorios ganados aquél día fueron finalmente devueltos a Alemania. Esta matanza es más que una curiosidad histórica, ya que capta la totalidad de la Primera Guerra Mundial como una carnicería inútil y sin sentido.
La capacidad metafórica es el primer requisito del talento.
Eduardo Punset
La conciencia de la inconsciencia de la vida es el más antiguo impuesto a la inteligencia. Hay inteligencias inconscientes -resplandores del espíritu, cadenas del entendimiento, misterios y filosofías- que tienen el mismo automatismo que los reflejos corpóreos, que la gestión que el hígado y los riñones hacen de sus secreciones. Libro del desasosiego. Fernando Pessoa
Primera parte. ¿Qué es la inteligencia?
Parece que el salto definitivo en la evolución de nuestra especie se dio cuando el cerebro humano desarrolló la capacidad para la metáfora y la creatividad, lo que se calcula sucedió hace entre 60.000 y 150.000 años. Este avance evolutivo primordial significó adquirir la capacidad de planear con antelación, de abstraer ideas, de aprender con rapidez, de procesar información y conceptos complejos, de ver e interpretar las relaciones a veces ocultas entre las cosas, las personas y sus actos, de saber mirar dentro de uno mismo, ver más allá de lo evidente para comprender mejor el entorno, de utilizar nuestro cuerpo y cerebro para nuestra expresión hacia los demás, para mejorar nuestros procesos internos, gestionar nuestras emociones, sentimientos e instintos, desarrollar nuestras capacidades multitarea y tratar o aceptar nuestras vulnerabilidades.
La inteligencia no es una cifra inamovible con la que se nazca, los genes nos proporcionan unasmemorias de almacenamiento y procesal básicas, un disco duro y una RAM de serie, pero la inteligencia es mucho más que eso, son una serie de potenciales de abstracción, gestión y memoria, que iremos desarrollando y potenciando más o menos a lo largo de la vida según el entorno cultural en el que crecemos vaya moldeando nuestra personalidad, al final suponemos que la inteligencia se refleja en nuestra capacidad de ser felices, de disfrutar, de amar y resolver problemas según la vida te va dando cartas, las buenas y las malas, para hacer nuestra vida (y la de los que nos importan) mejor y más disfrutable. Parece claro que los tradicionales métodos de medir la inteligencia han quedado superados sobre todo desde que en 1994 el psicólogo estadounidense Howard Gardner (este señor de al lado de cara tan simpática) desarrolló la Teoría de las Inteligencias Múltiples que superaba las limitaciones de los tradicionales métodos de medición del CI (o cociente intelectual ) que durante años hicieron predominante la inteligencia lógico-matemática en la antigua concepción unitaria de "inteligencia". Las ocho inteligencias que define esta teoría son la inteligencia lingüística (usar las palabras de manera adecuada para expresarse), inteligencia lógico-matemática, inteligencia musical, inteligencia espacial (capacidad de distinguir aspectos de los objetos como color, línea, forma, figura, espacio y sus relaciones en tres dimensiones), inteligencia corporal-cinestésica (capacidad de controlar y coordinar los movimientos del cuerpo y expresar sentimientos con él), inteligencia intra-personal (capacidad de conocerse a uno mismo, imbricada con las emociones), inteligencia interpersonal (capacidad para entender a los demás seres vivos con empatía, conformando con la intrapersonal la célebre inteligencia emocional) e inteligencia naturalistica (percibir las relaciones que existen entre varias especies o grupos de objetos y personas, así como reconocer las diferencias y semejanzas entre ellos, capacidad característica de científicos y naturalistas). Todos tenemos una combinación en los desarrollos de estos factores de inteligencia y del equilibrio de esa combinación dependerá nuestra adaptación al mundo y las circunstancias vitales en las que vivimos. Un ejemplo claro lo encontramos repasando la historia de Grigori Pearlman, el mayor genio vivo de las matemáticas, la única persona en solucionar esa cosa indescifrable llamada Conjetura de Poincaré y por tanto epítome de la inteligencia lógica-matemática. Pearlman es un tipo huraño y ensimismado que malvive en un apartamento en las afueras de San Petersburgo con la pensión de su madre y lo que saca dando clases de matemáticas, sin apenas relacionarse con sus colegas de profesión (atorado por los manejos y triquiñuelas del mundo académico), absorto en su cerebro y su ciencia, metódicos y cartesianos.Para entender mejor algo tan abstracto e inaprensible como la inteligencia, como siempre nos hacemos de acompañar de los buenos y dejamos que sean el escritor Alejandro Gándara (que nos habla del libro "El laberinto de la inteligencia" de Hans Magnus Enzensberger, autor del preclaro ensayo El perdedor radical), el filósofo José Antonio Marina y uno de nuestros programas de cabecera, Tres14, quienes den contornos a este esplendor del cerebro humano (y animal), generado en la conexión de miles de millones de neuronas, en un infinito centelleo de sinapsis en el que ocurre casi todo lo que somos.
¿Qué es la inteligencia? - Alejandro Gándara
28 de diciembre de 2009.- Hans Magnus Enzensberger realiza en 'El laberinto de la inteligencia' (Anagrama) un recorrido por la historia de la cuantificación de la inteligencia y los famosos test con sus cocientes y coeficientes, llegando a la conclusión (bastante extendida, por otra parte) de que esas pruebas no miden nada o por lo menos no lo que dicen medir.
La idea de cuantificar la inteligencia apareció en un momento de proliferación de los sistemas métricos, hacia 1912, y en vísperas de la Gran Guerra, como respuesta a la incapacidad para identificarla y definirla: hay tantas acepciones que puede decirse que llamamos inteligencia a cualquier cosa y a ninguna. Lo más aproximado sigue siendo aquello de san Agustín de que si nadie me lo pregunta, lo sé, pero si me piden que lo explique, ni idea.
En realidad, la inteligencia no es una habilidad, ni una capacidad, sino un sistema complejo de aprehensión y simbolización del medio, muy refractario a ser comprimido en magnitudes lineales. A lo que hay que añadir, en consecuencia, que su denominación e identificación es variable según las culturas. A un inuit nosotros le parecemos lo contrario de inteligentes, créanme.
El caso es que casi siempre que algo se escapa de la comprensión de nuestro modelo psicótico y científico (y sin psicosis no hay ciencia de la nuestra) surge alguien experimentando con artefactos de cuantificación. 'Como no lo entiendo, lo mido' es la divisa de esta enfermedad impotente para describir el comportamiento de un átomo, pero sobrada para construir bombas atómicas.
Cuando el psicofisiólogo Alfred Binet diseñó y llevó a efecto los primeros ejercicios para puntuar la inteligencia en niños llegó a la conclusión de que "la escala no da ninguna medida de la inteligencia, ya que las cualidades no son aditivas y, por tanto, no se pueden medir como superficies lineales". A pesar de que el padre del asunto concluyó de esta manera los esfuerzos que, por otro lado, le dieron fama, sus sucesores se pasaron la evidencia por el forro del portafolios. Así William Stern, quien bautizó al 'coeficiente de inteligencia' en 1912, o el más conocido y reciente Hans Jürgen Eysenck (cuyo test se aplica hoy en día a millones de personas en todo el mundo), se dedicaron a propagar una fe que nadie tenía, cosa muy frecuente entre los apóstoles.
Por resumir lo tonto del negocio, un 'test de inteligencia' presupone conocimientos previos, a menudo de tipo escolar o social; no admite más de una respuesta (cosa que en el mundo real no pasa); ofrece toda la información para resolver el problema (cuando reunir información en la vida forma parte de la solución); y carece por completo de dimensión temporal, ya que el test ignora que cada decisión que tomamos trae consecuencias en el futuro. En fin, no alardeen de su coeficiente (o cociente) no vaya a ser que los tomen por bobos. Y, por supuesto, no se preocupen por el de los niños (excepto si es muy alto).
José Antonio Marina
Mi fascinación por la capacidad creadora de la inteligencia humana me ha llevado a estudiar apasionadamente sus mecanismos, los secretos de esa maravillosa energía que consiste en poder hacer mucho con muy poco. Un artista con un lápiz y un papel puede transfigurar la realidad. Un científico con una tiza y una pizarra desvela sus secretos. En este alegre dinamismo intervienen los conocimientos, las emociones, la voluntad, el lenguaje, la conversación con los demás. Y a todos estos temas he dedicado la atención que he podido. Al hacerlo, me llevé una sorpresa. La inteligencia inventa muchas cosas, resuelve muchos problemas, pero su creación más altanera es la invención de modos nobles de vida. Su meta es hacernos pasar de ser animales listos a ser animales dotados de dignidad. Estamos refiriéndonos como especie. Esta suprema inteligencia no es teórica, sino práctica. No culmina en el conocimiento, sino en la acción. Por eso, me ha interesado cada vez más la inteligencia práctica, la que se adentra en los dominios donde nos jugamos la vida: la convivencia, la educación, la economía, el derecho, la política, la religión…
(...) Al final he llegado a la conclusión de que el logro máximo de la inteligencia es la ética y su realización práctica, que es la bondad. Ya sé que esto suena a ingenuo, pero todo lo que he escrito pretende demostrar científicamente que esa idea encierra la suprema sabiduría. Es decir nuestra salvación.
Tres14 - Inteligencia
En Ciencia se entiende por inteligencia la capacidad de representar y manipular información. No implica un comportamiento determinado, sino el poder comprender el por qué de las cosas. Lo que nos hace inteligentes no es la cantidad de información que tenemos, sino la capacidad de raciocinio. Los genes determinan nuestra inteligencia, pero también influye el entorno en el que crecemos. Si Einstein hubiera nacido en África su cerebro habría sido el mismo, pero las condiciones culturales no le hubieran llevado a desarrollar la teoría de la relatividad. ¿Hay una inteligencia general para todo? ¿Sirven los tests para medirla? Tres14 entrevista a Antoni Castelló, psicólogo de la Universidad Autónoma de Barcelona, que nos explica todo lo que la Ciencia ha descubierto de la inteligencia.
Los gorriones son los niños del aire, la chiquillería de los arrabales, plazas y plazuelas del espacio. Son el pueblo pobre, la masa trabajadora que ha de resolver a diario de un modo heroico el problema de la existencia. Su lucha por existir en la luz, por llenar de píos y revuelos el silencio torvo del mundo, es una lucha alegre, decidida, irrenunciable. Ellos llegan, por conquistar la migaja de pan necesaria, a lugares donde ningún otro pájaro llega. Se les ve en los rincones más apartados. Se les oye en todas partes. Corren todos los riesgos y peligros con la gracia y la seguridad que su infancia perpetua les ha dado.
En sus 200.000 años de existencia, el hombre ha roto el equilibrio de casi 4.000 millones de años de evolución de la Tierra. El precio a pagar es considerable, pero es demasiado tarde para ser pesimistas. A la humanidad le quedan diez años escasos para invertir la tendencia, concienciarse de la explotación desmesurada de las riquezas de la Tierra y cambiar el modo de consumo. Yann Arthus-Bertrand, con sus imágenes inéditas de más de 50 países vistos desde el cielo, compartiendo con nosotros su capacidad de asombro y también sus preocupaciones, coloca, con esta película, una piedra en el edificio que tenemos que reconstruir, todos juntos. Es un film de distribución libre. Karma Films
Estamos viviendo un periodo crucial. Los científicos nos dicen que solo tenemos 10 años para cambiar nuestros modos de vida, evitar de agotar los recursos naturales y impedir una evolución catastrófica del clima de la Tierra. Cada uno de nosotros debe participar en el esfuerzo colectivo, y es para sensibilizar al mayor número de personas que realizé la película HOME. Para que esta película sea difundida lo más ampliamente posible, tenía que ser gratuita. Un mecenas, el grupo PPR, permitió que lo sea. Europacorp que lo distribuye, se comprometió en no tener ningún beneficio porque HOME no tiene ningún interés comercial.Me gustaría que esta película se convierta en vuestra pelicula. Compártelo. Y actúa. (Yann Arthus-Bertrand)