La redacción de Literatura de "Vida y tiempos..." nos enlaza con un gran artículo de Juan Cruz, Lobo Antunes y la naturalidad, sobre uno de nuestros escritores preferidos, António Lobo Antunes en la maravillosa Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México en la que escritores de todo pelo miran perplejos y agradecidos cómo son jaleados por largas colas de gente como si fueran actores o estrellas del rock. Y que además nos da otra visión de un México, pobre México, que lleva tiempo instalado en los titulares de la desgracia (de los que hablaremos otro día).
Hospital Miguel Bombarda
Son casi las once de la noche. La fijeza de las farolas de fuera, tan quietas como los árboles. Normalmente palpitan, suben, bajan, parecen moverse. Algunos raros automóviles en la autopista o lo que quiera que sea. Y yo sentado, escribiendo. No sé qué. Escribo.
A Lobo Antunes tuve la fortuna de verle hace un par de años en una charla que dio en Madrid. Me coloqué sentado en el suelo, delante, a unos cuatro metros de él y mira que creo que no soy mitómano, pero viendo su cara un poco rosa y un poco triste y oyendo su voz monocorde desgranar algunas de las anécdotas sobre las influencias fundamentales (en el artículo relata cómo algunas fueron un loco, una enferma terminal y un niño moribundo) que forjaron su condición de escritor que siempre escribe libros sobre su alma, sobre todas las almas, me pareció ver a un tipo que, a pesar de sobrarse en algunos tramos de sus libros deliberadamente cacofónicos y confusos, se podría sentar en la misma mesa que Shakespeare, a charlar de sus cosas de genios.
Sobre una de esas influencias primordiales, su traumática etapa de médico psiquiatra en Lisboa, rescatamos este relato escrito en Babelia en 2004 sobre el Hospital Miguel Bombarda, donde trabajó durante una temporada que marcó su vida y su carrera como escritor.Hospital Miguel Bombarda
Son casi las once de la noche. La fijeza de las farolas de fuera, tan quietas como los árboles. Normalmente palpitan, suben, bajan, parecen moverse. Algunos raros automóviles en la autopista o lo que quiera que sea. Y yo sentado, escribiendo. No sé qué. Escribo.
La estilográfica ha de encontrar su camino.
Hoy almorcé en el hospital en el que trabajaba y donde conozco cada vez a menos personas. Siempre pensé, desde el primer día, que yo era un vulgar médico en prácticas recién llegado de África, que en lugar de hacerlo en un hospital me habían colocado en una pocilga de mierda. Pero ¿a quién le importa? Son enfermos y son pobres. Allí van ellos penando, atiborrados de medicamentos hasta la garganta, con expresiones vacías. Serenos, claro, pero en el sentido en que las verduras son serenas. Tuve un director para quien la serenidad era esencial: ponía en la receta sereno, ordenado, lo que para él era sinónimo de estar bien. El director, en cambio, que no era sereno ni ordenado, no tomaba ninguna medicina. Andaba detrás de las enfermeras como un perro hurgando en las sobras, se ponía la mano delante de la boca para susurrarme
-Tráigame a ésa
las empujaba contra la camilla, en la sala de vendajes. En una ocasión le pregunté
-¿Sereno y ordenado no será lo contrario de estar vivo?
y él, hinchándose tras el escritorio
-Mire que le inicio un expediente disciplinario
y me lo inició. Qué verbo extraordinario, iniciar. Le inicio un expediente disciplinario. Designaron a un fiscal que me llamó al despacho de la administración. El fiscal era el médico de cabecera de la pocilga. Un único médico de cabecera para centenares de pacientes. Llegaba al mediodía. Se iba a las once. Durante los años de practicante me iniciaron
(bendito verbo)
tres expedientes disciplinarios por insubordinación. No: dos por insubordinación, un tercero por presentarme al trabajo
(otra hermosa expresión, presentarse al trabajo)
vestido con el uniforme de los pacientes. Porque a los pacientes se les imponía un uniforme, lo que me sublevaba. Y les rapaban la cabeza. Y los atendían cada muerte de obispo. Pero andaban serenos y ordenados. Casi todos. Me acuerdo de un muchacho que se roció con gasolina y encendió una cerilla. De varios que se suicidaron. Del psicoanalista que aplicaba electrochoques en serie. Del terapeuta de grupo
(terapeuta de grupo: me pasé ocho años oyendo esa frasecita y aún no sé bien lo que es)
que, en la atención de urgencia, aplicaba dosis de inyecciones que me aterraban. Musitaba con dulzura
-Y ahora se toma un Lorenim y se queda confuso pero sereno.
Y, de hecho, la víctima se babeaba, farfullando incoherencias. Por lo menos no estorbaba a nadie. A propósito de uniforme, me acordé ahora de que hay una fotografía del poeta Ângelo de Lima con él y con la cabecita rapada. Compuso unos cuantos versos en el hospital, algunos excelentes.
Dibujaba. Mi padre recordaba haber visto sus dibujos y sus escritos llenándose de moho en una especie de sótano. No interesaban un cuerno: estupideces de un loquito cualquiera. En el segundo año como practicante gané el premio de la Sociedad de Neurología y Psiquiatría con un trabajo sobre él: debo de haber sido el único en presentarse. En la ceremonia de entrega del premio el director, repentinamente amable
-Es una pena que usted sea tan impulsivo
yo que no era para nada impulsivo.
En veintisiete meses de guerra una persona aprende, aunque no sea más que a dominarse. Quien no se dominaba, se moría. Quien se dominaba, se moría menos. Yo sólo me morí un poco.
No hay una pizca de exageración en lo que he dicho. Escribí todo un libro sobre esto, llamado Conocimiento del infierno, y el resultado fue que uno de mis jefes se apareció con una pistola en el hospital para pegarme un tiro. No estaba sereno ni ordenado pero no lo internaron. Cuando se cruzaba conmigo, se echaba a correr. Nunca vi la pistola, yo que me acordaba muy bien de esos instrumentos. Me harté de montarlos y desmontarlos. De aceitarlos. De apretarles el gatillo.
Once de la noche. Tal vez medianoche. La fijeza de la farola de fuera, tan quietas como los árboles. Normalmente palpitan, suben, bajan, parecen moverse. Me da vergüenza haber trabajado en el hospital. De haber sido médico allí. De haberme callado tantas veces. Tenía que ganarme la vida, ¿no? Todos tenemos que ganarnos la vida, ¿no? Una muchacha se estranguló con la cinta del pelo, y el asistente a mí
-Esto queda entre nosotros.
Farolas tan quietas como los árboles. Yo sentado escribiendo. No sé qué. Escribo. La estilográfica ha de encontrar su camino. Lo encontró: en la punta de la pluma veo a un muchacho rociándose con gasolina, encendiendo una cerilla. Pero eso, es evidente, queda entre nosotros.
Traducción de Mario Merlino. Ilustración de Fernando Vicente.
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