Los más de seis años de gobierno del Partido Popular han supuesto un grave retroceso democrático en España. La libertad de expresión se ha visto recortada hasta extremos inauditos gracias a la Ley Mordaza. Los medios públicos de comunicación, que alcanzaron un nivel encomiable de independencia en la época de José Luis Rodríguez Zapatero, han vuelto a transformarse en aparatos de propaganda gubernamental y son un motivo de vergüenza nacional. El Gobierno, además, ha contribuido cuanto ha podido al incendio catalán y ha dado un giro autoritario a sus relaciones con las comunidades autónomas y ayuntamientos. Y, por encima de todo ello, una corrupción insoportable.
Era una anomalía democrática que el presidente del PP, Mariano Rajoy, continuara al frente del Gobierno desde que en enero de 2013 se publicaron los papeles de Bárcenas. Que el nombre del presidente del Gobierno apareciera en los papeles del tesorero del partido en más de treinta ocasiones a cuenta de sobresueldos procedentes de la contabilidad paralela debería haber sido suficiente para que Rajoy hubiese dimitido de inmediato. En aquel año, sin embargo, el Partido Popular disfrutaba de una mayoría absoluta que permitió a Rajoy mentir en el Parlamento y capear el temporal político.
La información sobre las tramas de corrupción en el seno del partido (incluyendo el pago de la reforma de la sede central en la calle Génova de Madrid con dinero negro) siguió apareciendo en los medios de comunicación. El 2 de febrero de 2015, CTXT publicó un contundente editorial titulado “El PP, un partido indigno para la democracia”. Algunas personas se escandalizaron por la dureza de nuestro diagnóstico, pero el tiempo nos ha dado la razón.
La ocasión para desalojar a la derecha de las instituciones se puso en bandeja tras las elecciones de diciembre de 2015, cuando el PP perdió la mayoría absoluta (y más de 3,5 millones de votos). Sin embargo, el electoralismo de Podemos, más interesado en superar al PSOE que en echar a los corruptos, y la ceguera y conservadurismo del PSOE de entonces, que pactó con Ciudadanos y se autoimpuso unas restricciones que imposibilitaban la formación de un gobierno progresista, dieron al traste con las ansias de cambio que latían en la sociedad española tras una legislatura marcada por un retroceso social generalizado (reforma de las pensiones, desregulación del mercado de trabajo, recortes en políticas sociales, en inversión pública y en investigación).
Aunque con gran retraso, los partidos de la izquierda han aprendido la lección y han cumplido finalmente el deseo de sus votantes. El enfrentamiento entre Podemos y PSOE era estéril y paralizante para la política española y producía un profundo desánimo entre muchos electores progresistas. Ha hecho falta una sentencia judicial (nos habría gustado que hubiese sido de otra manera) para que los líderes de PSOE y Podemos hayan entendido que España no podía seguir soportando un desgaste tan brutal de su democracia.
Acabar con el deterioro de las instituciones y de la confianza social que producen la corrupción y la manipulación mediática masiva debería haber sido la prioridad absoluta de los partidos de la oposición. Por eso, no podemos dejar de celebrar que Mariano Rajoy y el Partido Popular hayan sido desalojados por el Parlamento de la presidencia del Gobierno.
La moción de censura ha salido adelante gracias a la colaboración de los partidos nacionalistas, pues la suma de PSOE y Podemos se quedaba lejos de la mayoría absoluta requerida. Pedro Sánchez ha sido investido con 180 votos procedentes de PSOE, Unidos Podemos, ERC, PDeCAT, PNV, Compromís, Bildu y Nueva Canarias, más de los que obtuvo Rajoy en 2016. Para los analistas más conservadores de la prensa madrileña, el voto de los partidos nacionalistas contamina esta operación de cambio político respaldada por doce millones de sufragios. A nuestro juicio, sucede todo lo contrario: por primera vez en muchos años, el acuerdo de todos los partidos parlamentarios (con la excepción de PP y Ciudadanos) permite que el nuevo presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, pueda empezar a dar pasos para arreglar el destrozo producido por la política intransigente del PP en Cataluña. Es urgente restablecer las relaciones entre el Estado español y las instituciones catalanas para encontrar una salida a la crisis constitucional que ha vivido nuestro país y en la que el Gobierno saliente de Rajoy ha tenido una responsabilidad fundamental. Para la unidad y estabilidad de España, Rajoy y los suyos eran una bomba de relojería.
Los retos a los que se enfrenta Pedro Sánchez son enormes. Tiempo habrá de comprobar si el PSOE hace una política audaz o vuelve a provocar la decepción de la España progresista. Mientras tanto, festejemos que el Gobierno ya no esté en manos de un partido carcomido por la corrupción.
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