lunes, 21 de diciembre de 2009

Cambio Climático (1) Después de la Cumbre de Copenhague

Dos de nuestros observadores de política internacional de cabecera, Lluís Bassets e Iñaki Gabilondo, nos ofrecen sus impresiones de lo que ha supuesto para ellos la Cumbre sobre Cambio Climático de Copenhague. Bassets opta por la real politik, viendo en los encuentros y desencuentros de esta caótica cumbre la confirmación definitiva de la nueva configuración geoestratégica mundial y esperando que lo conseguido en estos quince días de diciembre sirva de base para un compromiso firme en la cumbre del año próximo. Gabilondo, más idealista, se deja llevar por el pesimismo y habla, rotundamente, de fracaso.


Lluís Bassets - Así se gobierna el planeta 21/12/09

La nueva forma de gobernar el mundo está ya en marcha y apenas ha suscitado titular alguno en los periódicos. Todo lo que se ha acordado en Copenhague en la conferencia sobre el cambio climático ha sido obra del acuerdo bilateral entre Washington y Pekín, el nuevo directorio del planeta, formado por las dos mayores potencias contaminantes.

No es extraño que la resolución haya sido recibido de uñas por casi todos, aunque finalmente el pleno de la conferencia adoptara resignadamente el acuerdo sin votarlo bajo la burocrática forma de tomar nota. Más que en cualquier otra reunión internacional se ha visto esta vez quien corta de verdad el bacalao en el mundo. Se llama acuerdo, pero es una mera declaración de intenciones. Será la base para intentarlo de nuevo en México dentro de un año. No hay cifras de reducción de emisiones, aunque sí las hay de objetivo: limitar el incremento de la temperatura a dos grados centígrados como máximo. Los expertos aseguran que por este camino no será posible, ni siquiera cumpliendo con estas intenciones. Los países en desarrollo querían que el objetivo fuera un grado y medio. Han aparecido en cambio cuantificaciones de la ayuda que las naciones ricas deben suministrar a las más pobres para compensarlas por las limitaciones de emisiones: 100.000 millones de dólares al año a partir de 2020.

Obama necesitaba un acuerdo muy inconcreto, que le permita obtener del Congreso un mandato para negociar recortes cuantificados. Wen Jiabao quería regresar a Pekín sin ceder ni una pulgada de su soberanía nacional en cuanto a la inspección internacional sobre el cumplimiento de los compromisos de reducción. Ambos han conseguido lo que querían porque han sido ellos, a partir de la iniciativa norteamericana, los que han fabricado el Acuerdo de Copenhague.

A quienes no les gusta hay que recordarles que Clinton firmó Tokio, el Congreso lo rechazó y Bush ya ni siquiera se planteó la posibilidad de firmar acuerdo alguno, limitado incluso por su profundo escepticismo respecto a la influencia de las emisiones en el clima del planeta. China, a rebufo de la actitud negacionista del Washington conservador, se lo miraba tranquilamente desde la barrera, y ahora en cambio se ha integrado en el proceso.

Quienes creen que Copenhague ha sido un fracaso lamentable y sobre todo se apuntan al catastrofismo deberían recordar de dónde venimos. Hay siempre una conferencia de retraso, es verdad. Pero Obama ha puesto de nuevo a Estados Unidos en la negociación y ha arrastrado a China. Quizás contra Bush vivíamos mejor y Naciones Unidas podía aprobar bellas resoluciones a las que se adherían incluso regímenes nada ejemplares. Pero el mundo real es el que consiguió en Copenhague que se reconozca por primera vez el problema, se decida emprender un camino de reducciones de emisiones y se propongan objetivos de inversiones en los países en desarrollo.

Ciertamente, el mundo que se ha dibujado estos días está lleno de nubarrones y turbulencias. Juntar a 15.000 personas durante quince días para que al final sea la reunión entre Obama y Wen donde se decida todo debe ser bastante fastidiado para quienes sueñan en un gobierno mundial dirigido parlamentariamente por los representantes de los estados soberanos.

También debe ser muy difícil de tragar para muchos otros: por ejemplo, nuestros amados líderes europeos, empezando por Merkel, Sarkozy y Gordon Brown, para los que Obama tuvo atenciones y gestos, que no pudieron ocultar el mayor peso de la reunión de los emergentes, donde China y Estados Unidos terminaron de trenzar el acuerdo. En ella no había, por no haber, ni un sólo europeo, ni viejo ni nuevo, ni de la Comisión ni del Consejo. Estaban el indio Singh, el brasileño Lula, el sudafricano Zuma y naturalmente los dos grandes.

La reunión de los cinco (los jefes de estado y gobierno más algunos asesores, 15 personas en total) a puerta cerrada donde se fraguó el acuerdo pasará a la historia. Obama y Wen se habían citado para una reunión bilateral, pero el primer ministro chino estaba prolongando su reunión con los tres emergentes, de forma que Obama irrumpió en la sala y se incorporó a la mesa. En este encuentro del que sabemos muy poca cosa, el negociador chino Xie Henhua, que acompañaba a Wen, tuvo una intervención airada advirtiendo a Obama con el dedo, que no fue traducida por indicación del primer ministro.

El propio Wen asumió el protagonismo del encuentro, en paralelo a Obama. No se puede obviar el dinamismo y protagonismo del presidente norteamericano en la recta final de la reunión para conseguir un texto final con la firma de los principales contaminantes. No todos los presidentes que ha tenido Estados Unidos son capaces de una actuación de este tipo. Clinton sí, pero Bush hijo no. Obama se jugaba mucho en este envite, y no podía de ninguna manera regresar con las manos vacías a Washington.

Lo mismo pensaron los representantes de los 183 países que dieron por bueno el acuerdo: la única alternativa era el fracaso absoluto, hasta poner en peligro el propio proceso multilateral de reducción de emisiones. Y sólo cinco países preferían cualquier cosa, incluido el fracaso absoluto, antes que regalar algo a Estados Unidos: Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Cuba y Sudán. La lista habla por sí sola.

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