Guerras necesarias
El presidente francés ha enviado a su ejército a Malí porque no había otra respuesta posible.
Luís Bassets 20 ene 2013
Es clásica la diferenciación entre guerras necesarias y guerras de elección. Las primeras se definen porque no hay otra opción: la guerra es el único camino para evitar un mal mayor que está perfectamente garantizado en caso de no hacer nada. Las guerras optativas responden a una decisión política que conduce a preferir la guerra a la diplomacia, las sanciones o la negociación.
La que ha emprendido Francia en Malí pertenece al primer tipo, las guerras necesarias, aunque buena parte de los países europeos y de la comunidad internacional parecen comportarse como si fuera del segundo, una guerra opcional francesa en la que no se juegan sus intereses. No es así. El presidente francés ha mandado sus aviones y sus soldados a Malí porque no había otra respuesta posible al avance de las columnas insurgentes. Nada se podía negociar ni nadie había con quien negociar. Ningún papel puede jugar la diplomacia, ni nada puede disuadir a las katibas islamistas de que sigan cometiendo crímenes de guerra y de lesa humanidad, atacando y expulsando a la población e imponiendo la sharía islámica más rigurosa como método de dominación.
La guerra cuenta con la cobertura legal interna del Gobierno de Bamako, que ha pedido la intervención militar urgente para evitar que los rebeldes islamistas del norte lleguen a la capital y se apoderen del país entero. También con cobertura multilateral internacional, a través de la resolución 2085 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, aprobada por unanimidad el pasado diciembre, con los votos de Rusia y China.
La guerra necesaria es una guerra justa. Lo es la causa, bien delimitada por la propia resolución de las Naciones Unidas, de restaurar la integridad territorial de Malí y evitar así que el país saheliano se consolide en un Estado terrorista. Cabe calificarla de defensiva, tanto para los malienses que sufren el régimen de terror islámico implantado en el norte y la amenaza de su extensión al sur, como para los países vecinos e, incluso, los europeos, tal como ha demostrado su extensión a Argelia por la acción sangrienta de la banda de Mojtar Belmojtar en la planta gasista de In Amenas. No es una guerra por la energía, tal como reza un típico reproche antibelicista, sino una guerra en la que está en juego la seguridad energética de los europeos.
La mayor paradoja de esta guerra es que sea Francia sola quien la libre, como si esta crisis fuera un tema regional, de calibre menor para Estados Unidos y para la Alianza Atlántica, comprometida en cambio en el lejano Afganistán. No lo es en absoluto para la Unión Europea, que se enfrenta a ella cuando todavía no ha terminado de salir de la crisis del euro y tiene evidentes dificultades para reconocerse y actuar como agente de estabilidad y seguridad, no ya en el mundo, sino meramente en el entorno regional donde se hallan los grifos del petróleo y del gas que llega a los hogares europeos.
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