Estamos en los montes de Valsaín, en la ladera de Peñalara; muy cerca de casa. El lugar es un robledal abierto, despejado, con algunos rodales de pinos silvestres salpicados por todas partes. Un arroyo, una cacera artificial en realidad, baja de la sierra, nieve recién fundida, y corre por la curva de nivel con todo el valle del Eresma aguas abajo. Grandes piedras berroqueñas, en equilibrio inestable, amenazan con rodar por la ladera.
Invierno
12 horas 10 minutos del viernes 21, cuando faltan dos minutos para la hora oficial de entrada del invierno. Un silencio matizado se extiende por el bosque. Matizado por algunas voces casi imperceptibles: el trino agudo de un agateador, la llamada repetida de un trepador azul, los silbidos de un carbonero garrapinos y la áspera protesta de un chochín. Cuatro tenaces pájaros forestales.
En estos bosques de bruma no podían faltar los graznidos de las cornejas, como jirones de voces desgarradas envueltas en la niebla. No hay tiempo para más. Dos minutos después, a las 12 y 12, una ráfaga sacude las ramas de los robles, todavía con las últimas hojas secas adheridas. Cae la lluvia. Se pasa la hora y llega el invierno.
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